Icarias: unha visión da nova sociedade pospetróleo que debemos construír

Historia de España 2014-233. Historia de un colapsoCarlos Taibo remitiunos o seguinte texto (con licencia Creative Commons) que forma parte do recente libro Historia de España, 2014-2033. Crónica de un colapso. O texto describe desde un suposto futuro, e baixo unha denominación inspirada nas comunas de Étienne Cabet no s. XIX, un novo tipo de comunidades locais moi semellantes ás que vimos describindo desde Véspera de Nada e outros colectivos a prol da transición cara unha nova sociedade pospetróleo. Precisamente a vindeira semana está prevista a presentación dunha importante publicación que imos lanzar desde a nosa asociación para contribuír a facer posibles este tipo de sociedades locais e sostibles, fronte á deriva suicida do actual modelo capitalista-industrial apoiado nos actuais Estados, que describe con humor, mais ao tempo con demoledor realismo, o devandito libro.


Las icarias

En parte como herencia de iniciativas alejadas en el tiempo, en parte como producto de algo que se afianzó durante la guerra de 2016, en los años del protectorado se asentaron muchos experimentos sociales de carácter alternativo que por lo común recibieron el nombre de icarias. Su supervivencia, siempre complicada, puede explicarse en virtud de tres circunstancias diferentes: el caos general, la renuncia que las autoridades asumieron en lo que se refiere a ejercer un control serio fuera de los islotes urbanos y rurales, y, en suma, los efectos de una suerte de clandestinidad carbonaria. Importa subrayar que muchas de las instancias que ahora nos atraen —a menudo se recordó, para describirlas, el papel desempeñado por los monasterios medievales en la preservación de sabidurías— pervivieron después del protectorado, también durante el colapso.

Si se trata de describir someramente lo que tenemos entre manos, en esencia hay que hablar de espacios más o menos autónomos que asumieron perfiles diferenciados en el medio rural y en el ámbito urbano. Aunque inmediatamente distinguiremos estas dos realidades, lo suyo es que ahora prestemos atención a los elementos comunes. El primero, importantísimo, fue una voluntad expresa de desconexión con respecto a la economía oficial, bien retratada de la mano del acuñamiento, en muchos lugares, de monedas alternativas. Un segundo rasgo relevante nos habla de una perspectiva ideológica que se manifestó en la forma de proyectos que aspiraban a recuperar la vida rural, a perfilar sociedades menos complejas y a desmercantilizar muchas relaciones; no se olvide al respecto de esto último que el concepto de consumidor había entrado en crisis toda vez que la propia era del consumo había tocado a su fin en el primer decenio del siglo XXI. Conviene subrayar, en tercer lugar, que el designio de colocar en primer plano de las preocupaciones el medio y el largo plazo se tradujo en una apuesta general en provecho de la austeridad energética, de las energías renovables, de la permacultura y de la reducción del número y de la longitud de los desplazamientos (también, dicho sea de paso, del tiempo de trabajo). Los instrumentos principales de despliegue de todo lo anterior fueron, en cuarto término, la democracia directa y la autogestión, frente al individualismo dominante, unidas a una defensa general de fórmulas de socialización de la propiedad; en un terreno próximo, y tras la certificación del hundimiento del grueso de los servicios públicos, cobraron cuerpo lo que unas veces fueron escuelas financiadas autogestionariamente por las comunidades y otras experimentos vinculados con la sociedad desescolarizada, de la misma manera que proliferaron pequeños centros sanitarios que otorgaban clara primacía a la prevención. Agreguemos, en fin, que se abrió camino una igualdad plena entre mujeres y hombres, y que al efecto tuvo un relieve singular el propósito, muchas veces aireado, de repartir el trabajo de cuidados.

Es obligado recordar, por lo demás, que las instancias que ahora nos atraen asumieron numerosos intentos de coordinación, no siempre saldados con el éxito, tanto más cuanto que el escenario los dificultaba. Sometidas a frecuentes acosos externos, se vieron beneficiadas por la tarea desplegada, en muchos momentos y lugares, por las llamadas brigadas internacionales de paz e interposición. En algunos casos, y no sin sorpresas, recibieron cierta protección, también, de gentes vinculadas con lo que cabe entender que era la derecha tradicionalista y antiindustrial, muy alejada, bien es cierto, de lo que habían supuesto el Achicoria Party y sus postulados. Se beneficiaron, en fin, de la notable admiración que suscitaron —traducida a menudo en intentos de imitación— fuera de España.

Debemos prestar atención separada, con todo, a lo que significaron estos espacios autónomos en el medio urbano y en el rural. Por lo que a las ciudades respecta, el entorno fue mucho más hostil, tanto por las dificultades objetivas que planteaba el hábitat correspondiente como por efecto de la radical degradación experimentada, en un período de tiempo muy breve, por los recintos implicados. Las cosas como fueren, en este caso el intento principal de las icarias consistió en plantar cara a la ciudad capitalista —aunque habría que discutir si ciudad y capitalismo no van siempre de la mano, de tal manera que reivindicar la primera frente al segundo, o liberada del segundo, no es sino una ilusión— desde la conciencia paralela de la necesidad de unir la crítica de la ciudad y la del consumo. Al respecto se abrieron camino tres grandes apuestas: si la primera lo fue en franco provecho de estrategias de desurbanización, la segunda reclamó la restauración de la vida rural aledaña y la tercera se materializó en un designio de reducir el tamaño de las comunidades políticas. Hay que subrayar, en relación con esto último, que se intentó recuperar, por encima de todo, la vida de los barrios, también como instancias económicas. El objetivo era forjar espacios razonablemente pequeños en los que, hasta donde fuera posible, y en un escenario marcado por la escasez, se hiciesen valer todos los servicios, con lo que se redujesen los desplazamientos. La teoría hablaba de una ciudad con muchos centros en la que lo local se desarrollase en todos los ámbitos al calor de la búsqueda de una economía de proximidad. A la consabida desmercantilización de todas las relaciones habían de sumarse los objetivos de desacelerar el entorno y fortalecer el sentido de lo comunitario.

Varias fueron las medidas precisas que se intentó, con éxito limitado, se derivasen del proyecto que acabamos de mal retratar. La primera, obvia, consistió en un esfuerzo general, e inevitable, encaminado a reducir el consumo energético y desplegar energías renovables. La segunda asumió la forma de una revitalización del transporte público. La peatonalización y el uso de la bicicleta se extendieron mientras el automóvil desaparecía de muchos espacios. Había que deshacerse —se decía— del hombre-coche y de la superstición de que el automóvil tiene una dimensión liberadora. Mientras las zonas verdes se expandieron, al menos allí donde fue posible, se procedió a cerrar las grandes superficies —en realidad las empresas afectadas ya las habían evacuado— y adquirió un peso inusitado la reparación y reventa de productos. Frente a la lógica privatizadora del pasado ganó terreno la perspectiva de la socialización al amparo de equipamientos colectivos, escuelas, ambulatorios, espacios de ocio y comedores populares en los que algunos descubrieron que existía la comida no congelada y no precocinada. En muchos casos, y por otro lado, las viviendas no sólo se abarataron: experimentaron un decidido adecentamiento de la mano de la recuperación de las técnicas tradicionales de construcción, toda vez que las introducidas en el último cuarto del siglo XX eran las más de las veces insostenibles. Sin grandes bloques, y con edificios más modestos y bajos, se dejó de construir rascacielos en provecho de una vida social mucho más rica que, por cierto, facilitaba la atención dispensada a los más necesitados. No faltaron, bien es verdad, los esfuerzos orientados a preservar, mitad con nostalgia, mitad con desdén, determinados monumentos del pasado —un McDonalds, un Corte Inglés— como presuntos museos del horror.

En lo que atañe al mundo rural, las reglas del juego fueron a menudo diferentes. Allí donde las icarias despuntaron se produjo las más de las veces un renacimiento de la economía local y, con él, un resurgir de los productos de proximidad, procesos ambos acompañados en muchas ocasiones —ya lo hemos señalado— por la gestación de monedas propias. Frente al absurdo de la gigantesca oferta de las grandes superficies que acabamos de mencionar, ganaron terreno la autosuficiencia y la soberanía alimentarias. Se trataba de producir la mayor parte de lo que se consumía y de generar bienes ecológicamente defendibles. Lo anterior implicaba rechazar las formas de ingeniería genética y el monocultivo, respetar la biodiversidad, un bien que por lógica se tardaría muchísimo en recuperar, y asumir un uso mucho más cauteloso de una mecanización, la heredada del pasado, que tenía que ver con las grandes explotaciones y con el monocultivo recién mencionado. No puede obviarse lo que en los hechos fue una dificultosa restauración de las sabidurías agrícolas y ganaderas locales en un escenario marcado por la necesidad de recomponer una relación equilibrada entre el ser humano y el medio natural. Al respecto fue sin duda muy importante que, al calor de los centros de acogida de refugiados e inmigrantes que se crearon en tantas áreas rurales, unos y otros aportasen muchos elementos de sabiduría popular.

Con certeza no es preciso añadir que el control desde la base fue norma universal frente a las decisiones en manos de gobiernos y empresas. Colocó en primer plano el bienestar de la gente de a pie, y no el criterio del beneficio. Y se materializó casi siempre en una ambiciosa distribución de la tierra —y de la renta—, frente a su concentración de siempre en manos de grandes propietarios y empresas transnacionales. Aunque las icarias rurales nunca lo tuvieron fácil, su atractivo —el de instancias que habían conseguido dejar atrás el capitalismo— fue en muchas ocasiones más fuerte que los ataques externos que padecieron. Y es que —y cerremos nuestro relato— las icarias constituyeron un núcleo fundamental de estímulo de la contestación, de la lucha de clases, que se desarrollaba en los islotes pudientes.


(…)
(p. 167)

Retomemos la metáfora de los monasterios medievales que en el capítulo anterior empleamos para describir lo que en muchos lugares supusieron las icarias. Estas últimas pervivieron en los años del colapso, y ello aunque por lógica su existencia se hiciese más dura y azarosa. Cada vez más aisladas —la coordinación resultaba en extremos difícil—, en áreas de clima razonablemente soportable, y casi siempre en el medio rural, mantuvieron su apuesta por la autosuficiencia, la autogestión y la desmercantilizació. Tuvieron que hacer frente con frecuencia, y por añadidura, a un grave problema: el de cómo acoger a quienes, y eran muchos, pedían ayuda a la desesperada. Ene sa tarea no les faltó la solidaridad, bien que insuficiente, de movimientos que operaban en los países más septentrionales de Europa y América.

De poco les sirvió a los habitantes de estos espacios que, con carácter postrero, se les diese la razón en lo que se refiere al diagnóstico principal que, sobre el colapso, habían abrazado mucho tiempo atrás. La corrosión terminal del capitalismo que muchos analistas críticos habían identificado se hizo realidad con inusitada rapidez y soberana imprevisión, de tal forma que a duras penas se pudieron perfilar opciones alternativas. Y es que ni siquiera el proyecto maestro del capitalismo criminal —una suerte de darwinismo social militarizado que aspiraba a dejar en manos de una minoría de la población planetaria los recursos escasos que la Tierra albergaba— salió adelante en un escenario indeleblemente castigado por la vorágine neoliberal, las dictaduras, el cambio climático, el agotamiento del petróleo y las guerras de exterminio.

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